Carmen ha aprendido a convertir la adversidad en aprendizaje y el dolor en una fuerza que impulsa. Su mirada firme, honesta y llena de propósito, refleja la determinación de quien ha recorrido un largo viaje interior para transformar lo vivido en un mensaje de esperanza. En cada paso, en cada maratón, corre también por su hijo Bruno y por todas las personas que sienten, que incluso en los momentos más oscuros, siempre existe una forma de reinventarse y volver a empezar.
Carmen, eres una atleta con una historia de superación que inspira a todos los que te conocen. ¿Cómo empezó tu relación con el deporte y en qué momento se convirtió en una parte esencial de tu vida?
Mi relación con el deporte surgió a raíz del nacimiento y fallecimiento de mi hijo Bruno, el 4 de septiembre de 2018. Mi hijo nació de forma prematura, a las 34 semanas de gestación, estando yo en casa. Comencé a sangrar y avisé inmediatamente al 112. Dijeron que enviarían los servicios de emergencia, pero no llegaron. Después de 62 minutos de espera y cuatro llamadas, cuando finalmente aparecieron, mi hijo había entrado en parada. Aunque los dos llegamos vivos al hospital, ocho horas después mi hijo falleció.
Aquello marcó un punto de inflexión en mi vida. Sentí que habían sido injustos con él, que no le habían permitido vivir. Y decidí que, si a él no le habían dado la oportunidad de recorrer el mundo, yo iba a hacerlo por él: que viviría a través de mí igual que lo hacen sus hermanas.
Ese fue el momento en el que decidí empezar a correr, para que Bruno pudiera recorrer las calles del mundo que debería haber recorrido de mi mano, igual que sus hermanas.
¿Recuerdas cuál fue el momento más difícil de tu recorrido personal y deportivo… y qué te ayudó a seguir adelante cuando todo parecía más complicado?
En lo personal, los grandes puntos de inflexión que han marcado mi vida fueron dos: la agresión machista que me dejó en silla de ruedas el 12 de marzo de 2010, cuando quien entonces era mi pareja me tiró desde un tercer piso y me provocó una lesión medular; y el nacimiento y fallecimiento de mi hijo Bruno el 4 de septiembre de 2018.
Fueron dos momentos trascendentales, pero muy distintos. El primero supuso una situación extremadamente complicada por muchos motivos. El más duro fue aceptar que la persona a la que quieres intenta matarte. Ese impacto emocional y psicológico fue mucho más profundo que la propia secuela física. Además, por mi desconocimiento sobre la discapacidad, enfrentarme a la idea de vivir en una silla de ruedas no fue fácil. La sociedad transmite una visión muy negativa de la discapacidad —incorrecta, pero muy extendida— y yo la había interiorizado. Pensé que no podría hacer muchas cosas. Con el tiempo descubrí que sí podía, que no había ninguna limitación real, pero en aquel momento el proceso fue complejo.
Sin embargo, con mi hijo Bruno todo fue muy diferente. Tras sobrevivir a aquella agresión, había aprendido que vivir era lo más importante. Pero Bruno vino a enseñarme que estaba equivocada, que había un verbo aún más fundamental. Le quise antes de nacer y le quiero después de morir, y fue entonces cuando entendí que por encima de vivir está amar. Los niños y las niñas suelen enseñarnos mucho más de lo que nosotros les enseñamos, y mi hijo me mostró que el amor es la verdadera prioridad. De ahí nació mi filosofía de vida: “amar para vivir”.
Esa es la base sobre la que he construido mi presente. Y fue también por amor a mi hijo por lo que empecé a correr. Decidí que yo sería quien le llevaría por las calles del mundo, igual que a sus hermanas, Ana y Valentina. Por eso empecé a correr: para que también él pudiera recorrerlas conmigo.



Muchas veces hablamos de resiliencia como una palabra abstracta, pero tú la has vivido en primera persona. ¿Qué significa para ti realmente ser resiliente?
La resiliencia, según el diccionario, es la capacidad de un ser vivo para adaptarse a circunstancias adversas. Pero, en mi caso, creo que no se trata solo de adaptarse, sino de transformar. Y transformar en positivo, reconociendo también el valor de lo negativo.
A veces, enfrentarnos a situaciones complicadas implica transitar por emociones que, a priori, consideramos negativas: dolor, tristeza, frustración, rabia… depende de lo que nos haya ocurrido. En ocasiones nos quedamos atrapadas ahí, porque sentimos que no somos capaces de transformar todo eso. Pero muchas veces sí es posible atravesar ese territorio emocional y convertirlo en algo que, finalmente, resulte positivo para nosotras.
Para mí, ser resiliente es precisamente eso: ser capaz de transitar por lo negativo, vivirlo y comprenderlo, pero permitiendo que exista un proceso de transformación que te lleve a una meta que te aporte algo valioso a nivel personal.
El valor de la resiliencia en la vida y el deporte
El deporte exige disciplina, constancia y también aprender a convivir con el error o la lesión. ¿Cómo has aprendido tú a transformar las dificultades en oportunidades?
Para responder a esta pregunta, me gusta recurrir a una metáfora vinculada al deporte que practico dentro del atletismo. La prueba en la que estoy especializada es el maratón: 42 kilómetros y 195 metros que recorren algunas de las ciudades más bonitas del mundo, y por donde siento que llevo a mi hijo Bruno.
Ha sido un camino complicado por muchos motivos. En el deporte adaptado hay falta de medios, de profesionales especializados, de accesibilidad en muchos circuitos. Además, somos muy pocos, así que es difícil aprender de otras personas con experiencia similar. Todo ello ha hecho que este proceso haya tenido momentos de verdadera oscuridad.
Sin embargo, llegó un punto en el que fui capaz de detenerme y transformar —como decías en la pregunta anterior— todas esas dificultades en una oportunidad. Me di cuenta de que estaba perdiendo la perspectiva del motivo por el que yo corría: lo hacía por mi hijo Bruno. Y cuando volví a conectar con ese origen, con ese amor, todo cobró sentido de nuevo. Dejé de centrarme en lo que me resultaba difícil y regresé al porqué empecé a correr.
En una maratón solemos pensar que lo importante es cruzar la meta. Pero después de todo lo vivido, he llegado a la conclusión de que la meta no es la llegada; la verdadera meta es haber sido capaz de colocarte en la línea de salida. Porque para estar en esa línea hay detrás una preparación enorme: muchos días, semanas y meses de trabajo, de frío, de calor, de lluvia, de cansancio, de mil excusas que podrían impedirte entrenar. Superar cada una de esas dificultades es, en realidad, correr la maratón.
Cuando yo me pongo en la línea de salida, sé que cada uno de esos días en los que trabajé, sufrí, disfruté, persistí y me mantuve constante… cada uno de esos días ya he corrido la maratón. Porque ahí es donde te demuestras la fuerza, la disciplina, el sacrificio y, también, la capacidad de sonreírte y reconocer tus esfuerzos y errores.
La vida es muy similar. En una maratón pueden pasar mil cosas: puede hacer un tiempo terrible, puedes tener un problema mecánico —en mi caso, con la rueda—, puedes encontrarte mal, tener gripe, y no poder llegar a la meta. Y no importa, porque tú ya has alcanzado lo esencial: demostrarte en cada uno de esos días previos que eres capaz.
Eso, que en el deporte se ve con tanta claridad, es exactamente lo que traslado a la vida. Vivir desde esa conciencia de esfuerzo, de constancia, de superación diaria, de intentar ser tu mejor versión. Y si lo has intentado, si cada día has dado ese paso, entonces ya has conseguido el objetivo.
Detrás de cada medalla o meta alcanzada hay un proceso invisible. ¿Qué papel juegan la mentalidad y las emociones en esos momentos en los que el cuerpo parece decir “no puedo más”?
El papel de la mente es muchísimo más determinante que el de las capacidades físicas. Yo lo he comprobado con absoluta claridad en el deporte. Durante mucho tiempo trabajé con una persona que dirigía mi carrera deportiva y que, en lugar de fortalecerme, me generó una enorme desconfianza en mí misma. Me marcó muchas limitaciones, me hizo creer que no podía, y eso me llevó a vivir en una sensación constante de decepción conmigo misma, impuesta por esa persona.
Cuando cambié de equipo y encontré un nuevo entrenador y nuevos compañeros, todo cambió radicalmente. Pero los traumas permanecen, y quiero poner un ejemplo muy claro para explicar esta superioridad de la mente sobre el cuerpo.
Mi entrenador actual, que conoce esos traumas, comenzó a enviarme dos tipos de planificaciones: unas con velocidades objetivo muy concretas y otras basadas únicamente en sensaciones.
Pues bien, cuando él me pone entrenamientos con una velocidad que debo alcanzar —una cifra concreta que aparece en el plan— es sistemático: no llego a las velocidades más altas. Y no llego porque creo que no puedo. Y como mi mente cree que no puedo, mi cuerpo actúa en consecuencia y no lo consigo.
Sin embargo, cuando me manda entrenamientos por sensaciones —lo que técnicamente se llama R1, R2 o R3, que simplemente son esfuerzo bajo, medio o muy alto— ocurre algo sorprendente: cuando corro por sensaciones de esfuerzo muy alto, las velocidades que alcanzo son muy superiores a las que consigo cuando me marca un objetivo numérico.
Eso significa una cosa muy clara: puedo alcanzar esas velocidades. Mi cuerpo es capaz. Pero cuando me dicen “tienes que llegar a este número”, aflora todo aquello que me hicieron creer: que no podía. Y como mi mente cree que es cierto, el resultado es que no lo logro.
Lo más significativo es que estas diferencias pueden ocurrir dentro de una misma semana, con la misma persona, el mismo cuerpo, el mismo estado físico. La única explicación posible es la mente. Si te han hecho creer que no puedes, tu mente lo asume, y tu cuerpo ejecuta en consecuencia.
Y esa es la mayor evidencia, para mí, de que la mente tiene un papel absolutamente superior al del cuerpo.
¿Ha habido alguna persona que haya sido un apoyo fundamental en ese camino de superación?, ¿qué has aprendido de ella?
Sí, para mí las personas verdaderamente determinantes en mi camino han sido mis hijas, Ana y Valentina, y mi hijo Bruno. Ellas y él son quienes me han enseñado a construir mi mejor versión. Son quienes me enseñan cada día, quienes me sostienen y me acompañan, quienes representan mi mayor apoyo.
Verlas felices a ellas y sentir que mi hijo también es feliz es, para mí, lo esencial. Eso es lo que realmente da sentido a mi vida: que mis hijos sean felices.
Inspirar desde el ejemplo
En Educare, los niños y niñas aprenden que los valores son lo que nos guía en la vida. Si tuvieras que explicarles qué es la resiliencia con un ejemplo de tu historia, ¿qué les contarías?
Para que las niñas y los niños entiendan el concepto de resiliencia, yo les propondría un ejercicio de imaginación muy sencillo. Les pediría que imaginasen que, de un día para otro, pasan de caminar, correr y estar de pie, a tener que vivir para siempre sentados en una silla de ruedas. Si no están familiarizados con la discapacidad, probablemente pensarían que ya no pueden hacer muchas cosas. Lo creerían porque es lo que han oído, lo que han visto o lo que intuyen. Pero esa idea no es real.
Ese sería el punto de partida. Y a partir de ahí, les contaría mi experiencia en primera persona. Porque yo también sentí eso al principio. También pensé que no podría hacer muchas cosas. Pero decidí no creerme ese cuento, y empecé a probar cada día: «¿Y si intento hacer esto? ¿Y si pruebo aquello?». Y en ese proceso descubrí que sí podía. Poco a poco fui transformando ese pensamiento limitante en una certeza totalmente distinta.
Y ese es, precisamente, el concepto de resiliencia: transformar lo negativo en algo positivo para ti.
Yo transformé mi discapacidad y aquella sensación inicial de “no puedo” en una vida que jamás imaginé: soy campeona de España de atletismo paralímpico, soy madre, soy profesional… Y nada de eso es a pesar de la discapacidad. Es gracias a ella. Gracias a mi discapacidad tengo una mirada diferente sobre mí misma y sobre las demás personas; valoro cosas que antes no valoraba, y siento que me ha permitido construir mi mejor versión.
Ese es el ejemplo que creo que niñas y niños pueden entender. Imaginar que un cambio repentino les hace pensar que no pueden hacer nada, ir demostrando poco a poco que sí pueden, y llegar finalmente a comprender que no solo pueden hacerlo todo, sino que incluso es gracias a haber vivido ese proceso que han llegado hasta donde están.
¿Qué mensaje te gustaría dejarles a los alumnos y alumnas de los colegios Educare que están aprendiendo a levantarse después de un error o una decepción?
A las niñas y los niños les diría que se aprende mucho más de los días malos que de los días buenos. Se aprende más de los errores y de las decepciones que de los días en los que todo sale bien. Porque los días difíciles son un golpe de realidad, un momento en el que tienes que reaccionar.
Cuando te enfrentas a una adversidad o a una dificultad, es cuando realmente tu cuerpo, tu mente y todos tus sentidos se activan al 100%. En cambio, cuando todo va rodando y funciona por inercia, la mente y el cuerpo están, de alguna manera, más aletargados. Como todo fluye, simplemente sigues adelante sin cuestionarte nada.
Podemos imaginarlo con un ejemplo en bicicleta. Cuando vas cuesta abajo, la bici avanza sola: tu cuerpo no está trabajando, tus piernas no pedalean y tu mente tampoco siente que tenga que esforzarse, porque todo se mueve sin que tú hagas nada. Pero cuando aparece una subida, todo cambia: tu cuerpo se activa, empiezas a pedalear con fuerza, tu mente se anima a sí misma diciendo “venga, que puedes”, “cuando llegues arriba podrás descansar”, “sigue, que lo vas a lograr”.
Por eso es importante entender que esos días duros, esos días difíciles, son los que realmente nos hacen fuertes, esos días son los que ganamos las medallas. Son los que nos dan las herramientas para que, cuando llegue una bajada o un tramo fácil, todo funcione incluso mejor.
¿Qué papel crees que tiene la educación —y los profesores— en enseñar a los jóvenes a no rendirse, a volver a intentarlo y a confiar en sí mismos?
El papel de los y las profesoras es fundamental. Son mentores de nuestras hijas e hijos y se convierten en referentes para ellos. Las niñas y los niños aprenden por imitación, a través de la conducta; por eso, lo que esas personas referentes dicen y, sobre todo, lo que hacen —porque más importante que lo que se dice es lo que se demuestra— les marca profundamente.
Tener profesoras y profesores que generen confianza en su alumnado, que les hagan creer en sí mismos, que les impulsen a ser personas fuertes, trabajadoras y constantes, es determinante para su futuro. Y ese es un trabajo diario, compartido por todas las personas que rodeamos a los niños y niñas.
Lo que ocurre en casa y los referentes familiares son esenciales, pero también lo son los que encuentran en la escuela. Por eso la educación en valores es tan importante: porque va mucho más allá de transmitir conocimientos. Es enseñar una forma de vivir.
Mirando al futuro
Después de todo lo vivido, ¿cómo ves el futuro? ¿Qué sueños o metas te ilusionan hoy?
Para mí, el mejor futuro que puedo imaginar es un futuro en el que mis hijas y mi hijo Bruno sean felices. Y para que eso ocurra, también yo tengo que marcarme mis propias metas, porque —como decíamos antes— los niños aprenden por imitación. Tenemos que ser ejemplo. Yo necesito ser feliz para que ellos lo sean.
El deporte es, para mí, una forma muy visual y muy clara de mostrarles el valor de la vida, del esfuerzo y de la felicidad. Por eso me he propuesto un objetivo que me ilusiona profundamente: ser la primera mujer española en silla de ruedas en completar las siete grandes maratones del mundo, las World Marathon Majors. Ya llevo tres: Sídney, Boston y Berlín, y sigo trabajando para completar las siete.
Quiero que mis hijas vean, a través de este ejemplo, que se pueden alcanzar las metas, y que nuestras circunstancias personales no son un problema ni una excusa. En mi caso no es “a pesar de la discapacidad”, sino gracias a ella y gracias a todo lo que me ha enseñado, por lo que puedo llegar donde quiero llegar.
Eso es lo que quiero que mis hijas comprendan: que en la vida a cada persona le reparten unas cartas, y que lo importante no es protestar por las que te han tocado, sino aprender a jugar la partida con ellas. Crear tu estrategia y conseguir tu propia victoria personal.
¿Cómo te gustaría que te recordaran los niños y niñas de Educare después de conocerte como “Embajadora de la Resiliencia”?
Después de esta entrevista, me gustaría que las niñas y los niños de los colegios Educares recordaran, sobre todo, que sí que pueden. Para mí, lo más importante sería haber conseguido que crean en sí mismas, que confíen en sí mismas. Que, al leer lo que cuento, piensen: “Yo también puedo”.
Porque así funcionamos muchas veces: necesitamos ver para creer. Y cuando tenemos ejemplos concretos, personas reales, referentes cercanos, somos mucho más capaces de visualizar una posibilidad en nuestra mente y transformarla en nuestra propia realidad.
Por eso mi deseo es que, al terminar esta lectura, sientan dentro de ellas y ellos esa idea tan poderosa: “Si ella puede, yo también puedo”.
¿Por qué crees que es un valor esencial para educar a nuestros hijos e hijas hoy?
Educar en el valor de la resiliencia a nuestras hijas e hijos es fundamental porque es un auténtico valor de vida. La vida es un proceso continuo de aprendizaje y de adaptación. Las circunstancias cambian, nosotros mismos cambiamos, y para que esos cambios se traduzcan en algo positivo necesitamos aprender a adaptarnos de forma constructiva.
No se trata de ver el cambio como algo que nos detiene, sino como una oportunidad para llegar a una situación personal y vital mejor. Por eso es esencial comprender que, independientemente de que lo que nos ocurra lo valoremos inicialmente como algo positivo o negativo, siempre puede convertirse en una oportunidad para construir un escenario de vida más pleno.
Si tuvieras que resumir en una frase tu filosofía de vida, esa que te acompaña en los días buenos y también en los difíciles, ¿cuál sería?
Bueno, ya ha quedado implícito y lo he mencionado en algunas respuestas anteriores. La frase que es determinante para mí es “AMAR PARA VIVIR”. Esa frase se ha convertido en mi filosofía de vida y es el motor que me guía cada día.